I. El desmembramiento de una flor vidente

Me quiere, no me quiere, me quiere, no me quiere. Es sorprendente el poder adivinatorio de una margarita, capaz de mirar dentro de los corazones. Se desprende de sí misma para anunciar el amor ajeno. 

Me quiere. 

El fin de la vida nunca causa tantas alegrías como cuando es una margarita con pétalos impares la que agoniza en la banqueta. Desata las fantasías de quien espera una dramática confesión (a fuerzas tiene que ser dramática, o de otra forma, ¿qué haces deshojando una margarita si no eres tanto un romántico empedernido como una persona con una innegable naturaleza histriónica?), o un primer beso en un lapso de siete días hábiles. 

La margarita dirige el pensamiento hacia otras flores. Las que una espera que la acompañen en el trayecto después de la alegría; que vengan reposando, cual bebé recién nacido, sobre el brazo izquierdo como un total estorbo para la desdichada persona que va en el asiento de al lado en el camión. Claro que nunca son margaritas. Esas se buscan antes, en la soledad, como la lectura de cartas o los suspiros en la almohada.

No me quiere. 

Si es número par, puede ser que le tengas que rogar por flores, a pesar de que sabe que eres débil por las peonias y las gerberas. Seguro te someterás de nuevo a las expectativas del amor romántico, donde nadie queda satisfecho. 

Pero pensándolo bien, ¿qué credibilidad puede tener una simple margarita? No sé bien siquiera si las margaritas son las únicas con el poder de vaticinar romances fallidos o exitosos. Quizá somos todos víctimas de alguna campaña de odio hacia las margaritas, para que nos convirtamos en martirizadores desesperanzados hasta dejarlas en el suelo, incapaces de realizar sus actividades florales, como tomar el sol, dar la bienvenida a las abejas o ser parte de los verdes espacios. 

Me quiere.

Hasta lástima da ver las manchas blancas sobre el pavimento. Algunos pétalos ya se los ha llevado el viento y por ahí van; quedarán envueltos en la tierra y aventados entre el pasto quemado, el pasto seco, el pasto sin cuidar. Comienza a dar tristeza que una flor que vaticina el amor se quede por ahí, abandonada… Ahora, pensándolo bien, si las margaritas tienen ese poder adivinatorio, ¿no habrá alguna otra forma de comunicarlo que no involucre un desmembramiento? 

Pero lo importante, para todo enamorado, es que en el caso de que el amor sea recíproco, quien deshoja la margarita habrá de sentir un calor en su pecho tan abrasador que olvidará que el azar es gran parte del arte adivinatorio de la margarita. Nada importa una flor muerta cuando hay amor, ¿no?

No me quiere.

Y si no es correspondido y la adivina ha dicho la última palabra sin enunciar ninguna, la muerte de la ilusión no es la única que ocurre en cuestión de segundos. ¿Qué remedio le damos a su cuerpo inerte, de un botón amarillo sobre el pasto al que ni un adiós ni un entierro le dieron? Que se hagan compañía entre los restos: los del oráculo natural y los de un amor recíproco.

II. Funerales para flores

El adiós final ocurre simultáneamente con otro menos aparatoso. El primero, ocurre dentro del cajón. Eterno y oscuro. El otro, sobre él; la blancura de las corolas se tornará café y tendrá el mismo destino que lo que está honrando. Eterno y bajo el sol. 

Los ritos fúnebres también son compartidos. 

III. Hasta las plantas de plástico mueren

“Hasta las plantas de plástico se me mueren” no es solo la hipérbole que lleva repitiendo mi mamá desde antes de que yo alcanzara la altura del cactus quemado que está en su balcón. Es en realidad una característica que la convierte en Caronte vegetal, un mal que por cierto, parece hereditario: a pesar de mi gran gusto por las flores, no se me da cuidar ninguna. 

Juro que no soy una madre descuidada que no nota la cabeza empiojada de su hijo; fui más bien una chica que no supo tratar la plaga de ácaros de su hortensia, y que lentamente vio su muerte, encendida en púrpura azulado hasta ser una mata triste y tan marrón como una hoja que muere por vejez. Han perecido por mi mano, como las hortensias, matas variadas. Los intentos de huertos de mi casa apenas dieron unos cuantos chilitos verdes durante la época de pandemia. Lo demás se evaporó de mi mente y se tornó tan café como la muerte vegetal. 

Adjudico todo esto un poco, y sin ánimo de disculparme, a que pocas veces toqué tierra, pocas veces vi flores más allá de las de un florero. Me atrevo a decir que se trata de una epidemia citadina. Es tan poco natural para nuestra urbana naturaleza tratar a las flores y a las plantas sin estar arrancadas de su entorno. Un poco como el niño que nunca jugó con perros, que no conoció qué había más allá de la mano humana durante la infancia.

Yo, como muchos otros amantes de las flores, vivo entre el concreto y me acostumbro a amarlas tan fuera de mi tacto, como si fueran conceptos; dejaron de ser pétalo, estambre y pistilo, y ahora son amor, muerte y presagio. Por supuesto que nuestra lejanía no ha sido voluntaria: la ciudad ha crecido, hacia arriba y paralela a los árboles, pero aún así separada por ventanas, como vitrinas que las resguardan —¿o a nosotros?—, y por los minutos desgastados por los traslados. 

Sin embargo, algo reverdece, entre el smog y los claxonazos. Y me recuerda que, aún sin que nadie les dé un significado, crecen las hojas de eso que ahora hay que cortar porque le molesta a la vecina. Puede ser que dentro de sus pétalos, estambres y pistilos se albergue la muerte, el amor y el presagio, pero también pueden ser solo eso: pétalos, estambres y pistilos. Fuera de ellos hay una tierra que llamamos hogar, donde ambos echamos raíces. 

Ahora y desde hace mucho, ahí, junto al escritorio, habita un girasol en una maceta pequeña. Las suculentas se abrazan por ropa de cerámica, al ojo de nadie pero bien bañadas por el sol. He oído también de un buen helecho que encontró su hogar en un departamento de sesenta metros cuadrados.

Por suerte, el cactus quemado del balcón sigue vivo y crece. Ahora es más alto que yo. 

Imagen tomada de lastelasbel

Ana Paula Sierra (Ciudad de México, México, 2001). Escritora y redactora. Estudió Ciencias de la Comunicación en la UNAM. Actualmente cursa el Tercer Seminario Iberoamericano para creadores de literatura infantil y juvenil de Fundación SM y Fundación para las letras Mexicanas. Sus intereses son la literatura infantil y juvenil, el ensayo, la ficción especulativa y la fluctuación entre géneros literarios. Ha publicado en la Revista Punto de Partida y en tres ocasiones en el Blog Librópolis, así como en Universo de Letras.

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